sábado, 11 de julio de 2009

Me quedé cojita de este pie....

Así era la letanía de otro de los juegos que a toda la bola de huercos nos gustaba jugar. Desde muy chiquita me quedé cojita de este pie, de este pie, que te piso, que te piso, que te doy un pisotón. Y lo traigo a colación porque no siempre fueron risas, cantos y juegos. Cuando tenía 5 años, me dio el sarampión y tuve un fuerte accidente. En aquel entonces con el sarampión te ponían en cuarentena por semanas. Te prohibían salir, y mucho menos podías jugar con tus amigos. Yo estaba tan débil por la enfermedad y el encierro, que el día que por fin terminó la cuarentena, mamá me prometió llevarme al cine. Me baño, me puso un vestido bonito, me peinó el largo cabello que tenía y cuando estuve lista, me envió al jardín a jugar un rato con mis hermanos, mientras ella se arreglaba para irnos.
Yo estuve un rato desde el porche observando a mis hermanos jugar, pero como esta muy debilucha, decidí volver a entrar a la casa. Al llegar a la puerta de la entrada, giré el picaporte, pero no abrió, se atoró, y yo empujé con el hombro la puerta para ver si se abría. Y si se abrió pero yo perdí el equilibrio y caí de rodillas, y al caer, me llevé con mi peso un par de botellas de vidrio con la leche. Antes se acostumbraba que pasaba el lechero y depositaba las botellas en las puertas de la casa. Y la nuestra no era la excepción. Así que las botellas se hicieron añicos, la leche se desparramó por todo el piso, y yo pues me rebané la pierna derecha con tres grandes trozos de cristal. Fue tan grande mi susto y mi miedo, porque pensé que me regañarían por haber quebrado los frascos, que de momento yo no sentí nada. La leche estaba blanca, no había gota de sangre en ella, así que no vi otra cosa que vidrios y leche por todos lados. Me levanté, me alisé mi vestido chorreado y en eso sale mamá de su recámara para ver que había pasado. Puso su cara de sorpresa primero y de enojo después. No tanto por la leche, sino porque me había ensuciado y tendría que cambiarme si queríamos llegar todavía al cine. Ella tampoco había notado nada, no fue sino hasta que caminé hacia ella, que vio mi pierna, con tremendos colgajos, y que empieza a gritar a todos mis hermanos, y luego a la muchacha que nos ayudaba, yo no entendía que pasaba. Me cargó de inmediato, me preguntaba que si me dolía, pero yo decía que no, porque no sabía que podía dolerme, si el golpe de haberme caído. Le daba órdenes a la muchacha para que llamara a la ambulancia, pero todo ahí era gritos y confusión. Mamá entonces optó por salir a la calle y pedirle a un vecino Don Pedro, que nos llevara al hospital. Fue cuando mamá se sentó conmigo encima que pude ver mi pierna, temblaba, pero realmente no me dolía. Y no salía una sola gota de sangre. Cuando llegamos al Hospital, me colocaron en una camilla, me llevaron a la sala de operaciones. Ahí me pararon en una mesa metálica, me desvistieron, y recuerdo haber visto a una enfermera ir a un refrigerador, sacar una botella de cristal, que ahora se que era agua oxigenada, y me la vaciaron desde el muslo hasta la pantorrilla, estando yo parada. Lo último que recuerdo fue que pegué un fuerte grito de dolor, y probablemente me desmayé. Luego recuerdo que estaba en el hospital, y venía una enfermera a cada rato, al menos así me lo parecía a mi, por lo seguido que la tenía enfrente, a ponerme inyectada la penicilina, para combatir la infección. . A la semana de salir del hospital, algo empezó a pasar con mi pierna, porque me dolía tanto que no dejaba que nada ni nadie la rozara, mucho menos que la tocaran. Esto le pareció raro a mis papás, y me llevaron al médico, este se encontraba renuente a quitarme todos los vendajes, y por insistencia de mamá, lo tuvo que hacer. Al llegar al último pedazo de venda, está se se encontraba pegada a mi herida, la jaló con fuerza que empecé a llorar de dolor, pero se dieron cuenta que lo que tenía era una infección del tamaño del mundo, y de vuelta me llevaron al quirófano.
Estuve vendada por varios meses, y anduve cojita otros tantos, siempre me regañaban para que no cojeara, que porque así me iba a quedar, pero yo continuaba haciéndolo igual, corría de a brinquito, y brincaba en un solo pie. Hasta que poco a poco fui recuperando la fortaleza en mi pierna y pude caminar de nuevo bien.
En todos esos meses, también anduve peregrinando de iglesia en iglesia, colocando esos milagritos en forma de piernitas, en cuánto santo mamá creyera importante para hacerme el milagro. Y es que el médico le había dicho que por un poquito más profunda la herida y si hubiera quedado cojita.
Con el tiempo, hice mi vida tan normal, aprendí a andar en bicicleta, en patines, llegué a correr en cuarto y quinto año de primaria carreras con obstáculos, y aunque me quedaron unas feas cicatrices, me acostumbré a ellas. Cuando cursaba la preparatoria en Chihuahua, desfilé de Bastonera, luciendo unas piernas que sabía muy bien que llamaban la atención y no por las cicatrices...

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