miércoles, 6 de febrero de 2013


Saliendo de Sabinas.
Tenía nueve años, y papá nos da la noticia que nos mudaremos al sur de México, al estado de Guerrero, a un pueblito pintoresco y turístico muy cerca de Cuernavaca: Taxco de Alarcón.
Recuerdo que mis hermanos y yo nos llenamos de alegría.
Nuestras mentes infantiles, aún no sabían lo que implicaba un cambio, de casa, de escuela, de ciudad, de amigos, de costumbres, de región, de clima, un gran cambio.
Para empezar llegaron unas grandes cajas de madera, en las que tuvimos que empezar a ayudar a nuestros papás a empacarlo todo: que la vajilla, los cubiertos, las ollas, las cacerolas, la ropa de cama, la ropa nuestra, las cortinas, los manteles, que el adorno, que el cuadro. Poco a poco nuestra casa empezó a verse desmantelada, hasta que no quedó más nada que guardar. Se hicieron listas con el contenido de cada caja, se numeraron, y luego paso la mudanza. Y nosotros detrás de ellos.
El viaje fue largo. Nos detuvimos en la ciudad de México, donde visitamos a mís tíos y a mis primos.
Y continuamos hacia Taxco, por una carretera llena de grandes y peligrosas curvas que cruza la sierra, teníamos miedo dentro del autobús, ya que además era mucho muy angosta.
Por fin llegamos, después de los sustos y los mareos del viaje, pero felices y ávidos de conocer nuestra nueva casa.
Acostumbrados a una ciudad muy urbanizada y moderna para aquellos años, donde las calles estaban pavimentadas, las compras se hacían por teléfono, y te llevaban, la leche, la carne, los frijoles hasta la puerta de tu casa, un clima extremo de mucho frío en invierno y mucho calor en verano; muy poca vegetación, ver aquellas calles empinadas y empedradas fue un gran impacto.
Un gran cuadro pintoresco, con las casas trepadas en los cerros, sus techos con tejas rojas, mucha, pero mucha vegetación, árboles y jacarandas por todos lados, todo esto embriagaba nuestros sentidos y captaba nuestra atención. Cientos de indígenas con sus sombreros y huipiles, sus huaraches y sus canastos,con verduras y frutas frescas, muchas totalmente desconocidas para nosotros, inundaban las calles que llevaban al mercado y a la iglesia de Santa Prisca, una bella iglesia, con sus grandes y dorados retablos y altares. Algo nunca visto por ninguno de nosotros.
Era el 22 de noviembre de 1963.




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